martes, 24 de noviembre de 2009

Angeles de Wukro



'ÁNGELES DE WUKRO’


Epílogo: La imposibilidad de comprender. Por Vicente Romero)




He aquí un extracto, concretamente el epílogo del libro, cuyo titulo encabeza el presente texto, el cual he releido de nuevo este fin de semana como preparación y/o documentacxión del inmininente regreso a Ethiopia de estas Naviodades.


Como soy conocedor de mis limitaciones literarias, prefiero que alguien mucho más habil en este terreno sea quien tenga la voz en este caso.


(Para quien esté interesado en el libro, encontrará más datos en la entrada correspondiente de este blog, "Muy personal........Bibliografía")


La pobreza no se puede explicar ni entender.

Leer un libro como este supone una íntima frustración, más allá de las emociones, del dolor y de la impotencia. Escribirlo también, aún mayor. Porque las palabras sólo permiten el reflejo lejano de una realidad tan compleja como la vida sometida a la extrema pobreza. ¿Cómo describirla, como exponer sus consecuencias sobre millones de seres humanos condenados a sufrirla? Por bien documentado que esté, un libro como éste -pese a haber sido escrito con el corazón y la conciencia- no alcanzará jamás a explicar, ni permitirá a sus lectores entender, el significado más profundo de la pobreza. Tampoco sirven las estadísticas, limitadas al ejercicio contable forzosamente arbitrario que reduce los problemas humanos a cuadros estadísticos. Se puede narrar o cuantificar lo que se tiene, pero es imposible evaluar lo que falta, cuanto y cómo falta.Una enumeración de riquezas resultará más o menos completa. Menos aproximado será cualquier balance sobre la escasez de recursos y sus consecuencias. Pero no existe un modo eficaz de evaluar las carencias absolutas, y no basta con enunciar aquello que no existe: no hay agua, no hay comida, no hay luz eléctrica, no hay escuela, no hay hospitales... ¿Qué significan estas negaciones de bienes imprescindibles para una vida digna, de los que permanecen privados millones de seres humanos que sobreviven en la miseria? Por muchas respuestas que se intente dan a esta pregunta, no seremos capaces de imaginar -mucho menos de comprender- lo que supone no disponer de agua potable, no tener qué comer, no contar con techo, ropa ni calzado, no encontrar un médico a quien recurrir, y ver a nuestros hijos crecer sin horizontes. Dice Ziegler que si fuéramos capaces de contemplar nuestro mundo como realmente es, enloqueceríamos. La crueldad extrema que comporta la extrema pobreza es moralmente inaceptable, pero también nos resulta intelectualmente inaprensible. Mil veces hemos mostrado y visto en televisión criaturas con los vientres hinchados y los ojos apagados por la debilidad, en brazos de mujeres cuyos retratos parecen radiografías. Aunque se repitan constantemente en los telediarios, esas imágenes nos producen sensaciones desconcertantes de dolor, vergüenza, indignación; suelen desencadenar actitudes individuales de solidaridad, pero raramente tienen efectos sociales movilizadores, y no trascienden en el terreno político. ¿Qué nos ocurriría si fuéramos capaces de profundizar en el significado de la pobreza, en el conocimiento de sus consecuencias humanas? Acaso enloqueceríamos si compartiéramos los sentimientos de una madre con los pechos secos que cada anochecer espera a que sus hijos hambrientos se duerman, agotados de llorar inútilmente, sin poder alimentarlos; y que pasa la noche pensando que cuando esos críos esqueléticos despierten y vuelvan a llorar, a la mañana siguiente, tampoco tendrá nada que darles de comer.Sin superar esa imposibilidad de explicar y comprender la miseria, no hay capacidad moral para movilizarse, para arrancar las raíces de la miseria, para oponerse de modo eficaz, colectivo, al despiadado orden criminal que no sólo las hace posibles sino necesarias: un insensato proceso de acumulación de riquezas en manos de quienes se comportan como amos del mundo, basado en el expolio, el latrocinio, el delito institucionalizado. Un sistema económico mundializado, fabricante y distribuidor de la pobreza y el hambre, que antes denominábamos capitalismo y ahora se disfraza con el nombre de la teoría fundamentalista que lo sustenta: el libre mercado como Ley suprema, resumen de principios y valores universales. Porque tampoco cabe combatir a la extrema pobreza sin oponerse a la riqueza extrema, sin comprender sus causas ni analizar sus métodos. Brecht decía que detrás de toda gran fortuna se oculta siempre un gran delito. El delito se ha extendido por el planeta convirtiéndose en algo consustancial a los mecanismos económicos que dominan nuestros destinos.Por primera vez en la Historia, hay una clase de oprimidos de quienes no cabe esperar la rebelión contra sus opresores. Los empobrecidos hasta el límite mismo de la vida -de la no vida- carecen de las fuerzas mínimas para luchar por los derechos más elementales. La miseria implica debilidad, el hambre genera pasividad. Las principales víctimas del sistema ni siquiera tienen capacidad de protestar. Nadie escucha a los millones de personas cuya miseria es el precio del bienestar ajeno y, sobre todo, del crecimiento desmesurado de sociedades financieras cuyo poder ilimitado también escapa a nuestro capacidad de comprensión. Pocas esperanzas revolucionarias caben cuando la desestructuración social y una absoluta carencia de medios de subsistencia impiden cualquier forma embrionaria de lucha organizada. Y donde los verdaderos centros de poder resultan invisibles, sin que haya bastillas ni palacios de invierno que asaltar.Sin embargo un libro como este contiene una invitación a la esperanza y ofrece la pequeña dosis de utopía imprescindible para resistir frente a tanto horror. En sus páginas alienta la posibilidad de que prenda entre nosotros eso que Ziegler denomina insurrección de las conciencias: el recurso final de que los ciudadanos gritemos ¡basta! si las instituciones se inhiben o fracasan. Este libro, en efecto, ofrece la oportunidad de creer en algo, cuando nos han robado todos los sueños e incluso las palabras que los invocaban. Sus páginas permiten constatar que pequeños milagros y pequeñas revoluciones todavía son posibles en el reino de los pobres, en los rincones más inesperados y olvidados del mundo donde se escenifican las injusticias más evidentes.
Los ángeles realmente existen
A lo largo -y a lo hondo- de Ángeles de Wukro, Mayte Pérez Báez recurre hábilmente a la figura de Ángel Olaran para situarnos ante las claves de la pobreza, ayudarnos a entenderla e impulsarnos a la insurrección. El misionero demuestra, con palabras y actitudes, una enorme clarividencia en el análisis y una singular capacidad didáctica. Ya con el libro prácticamente en máquinas, mientras escribo estas líneas postreras, me llega un correo desde Wukro que lo reafirma. Una historia más, que merece ser recogida como ejemplo de cuanto escapa a las estadísticas que intentan describir la miseria:
- “Ayer la señora Zewde llegó, físicamente agotada y mal pero pudo llegar, hasta la puerta de nuestra casa. Nos conocemos desde mis primeros días aquí. Alta, tirando a altiva, con sus ideas claras encarnadas en sus más claras solicitudes. Siempre ha sabido que habla con autoridad y sus argumentos solo podían ser matizados, nunca rechazados. La recuerdo siempre muy delgada y enferma. Tan elegante como delgada. Su escasez de comida ha contribuido a que su salud se haya deteriorado y sus ojos hayan dejado de iluminar su caminar. La claridad que vislumbra a penas le sirve para controlar sus dos próximos pasos. En cuanto la saludo es como si le sonriera la naturaleza, como si disfrutara de un canto armónico. La expresión de su cara irradia comunicación, alegría. Deja caer el bastón que a duras pena la mantiene en pie, y me extiende las manos hasta que las sujeto entre las mías. Y el resto es muy bonito, por pocas que sean las palabras que intercambiamos. En voz baja, me comentó que se acerca el Año Nuevo y que le gustaría celebrarlo pero no tenía con qué. Hablaba tan bajo que a penas pude oír la palabra café. Nos sentamos en el suelo y, ya con mas calma, me dijo que no tenia nada y para celebrarlo le gustaría tomar café. Le pregunte que cuanto dinero le haría falta. Después de dudarlo, como asustada del abuso, me dijo que 4 birrs, unos 30 céntimos de euro. Le comente que llevaba encima 20 birrs y que se los daba. Mi oferta causo en ella una serie de reacciones entre inocentes e infantiles que me llevaban de un éxtasis a otro: ‘con esa cantidad no me va a faltar de nada’, ‘soy rica, voy a tener un Año Nuevo especial’. . .y otras expresiones que me sonrojaría exponerlas. Estuvimos unos 15 minutos así, sentados, comentando como le iba y me iba. Son de esos minutos a los que necesitas agarrarte, porque los intuyes irrepetibles. Y constituyen un referente vital, armonizados por la sabiduría a su nivel más alto. Y sin más, te sientes desnudo y como iluminado por un fulgor de sabiduría. Y sin necesidad de mencionarlo sabes que eso es. Así, sin saberlo, ni pretenderlo, Zewde me salva. Y ya satisfecha del lazo que hemos conseguido atar una vez más, apoyada en mi brazo y su bastón, consigue ponerse de pie. La despedida requiere su tiempo, en el que los deseos de bendiciones celestiales juegan una parte importante. También me invitó a que algún día la visitara en su casa. Tiene tan poco que hasta los ratones se han puesto de acuerdo en respetar los tres papeles y cuatro trapos que forman su ajuar. El palo es parte de ella. Delgado y alto, como un fiel lazarillo, es un reflejo de Zewdu. En su caminar un tanto cansino, agarrada con fuerza a su palo, había mucha resolución. Sabia a donde iba.”
Ángel -pero también Zewde- demuestra que los ángeles existen y que se debe de creer en ellos aunque se dude o se niegue la existencia de Dios. Porque los ángeles verdaderos son de carne y anidan en lugares donde no parece posible otro combate distinto al que el que ellos libran. Son ángeles con una fe radical en el hombre, cuyo credo predica la insurrección de las conciencias, con un programa mínimo consistente en la posibilidad de conquistar una vida digna a base de un esfuerzo sin límites. Uno de esos ángeles realmente existentes es Ángel Olaran. ¿Un misionero que obra milagros? Sí, porque los milagros los hacemos los hombres. Si queremos sobrevivir tenemos que hacerlos sin esperar a que actúe el viejo Dios de Israel, al que los creyentes proclaman todopoderoso pero que demuestra menor capacidad que el nuevo Señor de las Finanzas, hijo o nieto del antiguo Becerro de Oro, infinitamente más implacable que quien expulsó a los mercaderes del templo a latigazos. Pero Olaran no es un santo en vida, ni busca como otros curas mediáticos una aureola que proporcione justificaciones a su Iglesia, sus patrocinadores económicos y sus padrinos políticos. Recuerdo que, años atrás, le hizo reír con amargura que el colorín del diario El País lo hubiera incluido en una lista de cien posibles santos futuros. Aquello no era más que una figura literaria -semejante a calificarlos de ángeles- para definir a personajes insólitos de una Iglesia ciega ante sus posiciones profundamente cristianas, que simplemente los deja hacer cuando no los ignora, y que se muestra más interesada en llevar a los altares a ciertos santones empeñados en imponernos el camino de la mansedumbre y la complicidad con el orden criminal del mundo.

La herencia del misionero



Cuando alguien como Ángel Olaran rebasa la barrera de los setenta años, bien trabajados y siempre en circunstancias de gran dureza, es inevitable el temor al calendario. ‘¿Qué pasará en Wukro cuando Abba Melaku no esté?’, es una pregunta que he escuchado muchas veces. No sé donde leí hace años -tantos que no recuerdo al autor aunque retenga la idea- que nadie se va, nadie desaparece, nadie muere del todo mientras sea recordado. Mientras quede su herencia, la sombra proyectada en nuestra memoria, y más allá en nuestra propia vida: lo que hizo, lo que quiso, lo que pensó, lo que sintió. Ese es el legado que trasciende. Hay obras que se emprenden y por las que se lucha a lo largo de la vida, que además de constituir una herencia adquieren el valor de una metáfora. La escuela que los padres blancos encargaron fundar a Olaran es mucho más de lo que se proyectó que fuera. De ella han salido promociones de técnicos capaces de imaginar otro universo diferente, en los áridos kilómetros donde transcurren sus existencias. Han aprendido a mejorar la tierra, a tratarla, a obtener rendimientos de ella. Pero también a tratar mejor a sus propias gentes, a cultivar ideales e inquietudes, a recoger la semilla moral y sembrarla. En Wukro y sus alrededores, miles de árboles dan testimonio de un empeño en cambiar el mundo desde un punto olvidado en el mapa. Árboles que crecen en condiciones adversas y sirven para repoblar un terreno desertizado. Árboles que regeneran la tierra, que devuelven los tonos verdes al paisaje. Árboles en torno a cuya sombra los hombres pueden sentarse a pensar, hablar, descansar. Árboles que generan un microclima, que mantienen la humedad, que propician las lluvias. Muchos han sido plantados en bancales, laboriosamente construidos en las faldas de los montes cercanos a la ciudad, levantados piedra a piedra por unos campesinos con las fuerzas minadas por el hambre, sin saber bien qué hacían con tanto esfuerzo, cediendo ante la insistencia de un cura que les instaba a trabajar en vez de rezar. Que les proponía un trabajo aún más absurdo que las oraciones a un Dios indiferente, lejano, impasible. Los bancales, al cabo de pocos años están haciendo el milagro que ese Dios no parece dispuesto a hacer: no sólo evitan la erosión y ofrecen un terreno adecuado para las tareas agrarias, sino que -el milagro, su milagro- hacen que el subsuelo retenga el agua de la lluvia. Y al pie de los montes que escalonan se excavan pozos, de los que se extrae agua para regar los cultivos. Durante décadas los habitantes de Wukro paliaron su miseria derribando los viejos árboles para hacer fuegos domésticos donde cocinar y calentarse. Hoy se ilusionan con los nuevos árboles que el misionero se obstina en plantar. Los cuidan, los respetan. Empiezan a contemplarlos como un signo de vida, no como un montón de leña. La metáfora se completa cuando son los niños, la legión de huérfanos que tutela Ángel Olaran, quienes se movilizan para cavar huecos destinados a los plantones, y organizan cadenas humanas -de minúsculos seres humanos, de alevines de unos seres humanos distintos, mejores- para transportar los bidones y las regaderas que permitirán crecer a los árboles al mismo tiempo que ellos crecen. No sólo son esos niños los herederos de Ángel, los que reciben el fruto de su trabajos. Son ellos mismos -los niños, los árboles, las ideas que alientan tras ellos- la herencia de un hombre. El fruto tangible de su rebelión frente a la injusticia, la expresión viva de sus sentimientos, las obras que le mantendrán siempre entre nosotros. Son los símbolos y los protagonistas de la insurrección moral que Ángel ha iniciado en un rincón lejano del mundo. No habría que tener miedo al calendario viendo que el futuro ha comenzado, que empieza cada día cuando el misionero inicia su jornada de trabajo, su vertiginoso ir y venir de un lado a otro, su constante hablar -¡y escuchar!- inmerso en las dramáticas consecuencias de la extrema pobreza. Esos niños, como esos árboles, forman parte del futuro de Wukro, de nuestro propio futuro. Y constituyen la mejor herencia de Ángel Olaran, sus argumentos más elocuentes, sus oraciones más profundas y eficaces, su propio milagro personal, su legado, su lección, el sentido de su vida y el sentido de nuestras propias vidas. La doble metáfora de su existencia, del transcurso de la vida y su transformación, de la lucha activa contra la injusticia como parte esencial del sistema económico mundial, del horror inherente al orden criminal de nuestro mundo.

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