Hubo una vez un país en el que casi todos sus habitantes eran felices. Si querían dinero no tenían más que abrir los bolsillos para llenarlos de billetes. Los banqueros eran los seres más generosos del planeta y disfrutaban de un tierno sueño de amor con sus clientes. Los adosados se multiplicaban, los sueldos eran altos, todo parecía barato, los comercios vivían en un agosto perpetuo. En la calle, en el trabajo y en las numerosas cenas con los amigos legiones de personas explicaban a sus conocidos las ganancias que habían obtenido en
Atareados como estábamos en los pasillos de los centros comerciales no supimos descifrar el horizonte. Ocurrió así que en 2008 la crisis económica nos cayó encima sin darnos tiempo a abrir el paraguas. Antes de que nos diéramos cuenta el mundo feliz de principios del siglo XXI había desaparecido y, según dicen los expertos, es muy posible que para siempre.
El cambio ha sido radical. Los alegres consumidores que compraban un coche al año son ahora personas que peregrinan por las tiendas en busca del producto más barato y se agachan para recoger la moneda de diez céntimos que se les ha caído al suelo.
La crisis está causando también un cambio en las relaciones sociales provocado por la gran disminución del gasto en el ocio y la hostelería.
La duda es si cuando salgamos de la crisis seremos los que éramos y con las mimas necesidades e inquietudes.
Quizás sea el momento de valorar exactamente cuales son nuestras “necesidades” reales, que es lo que realmente necesitamos y que necesitamos realmente para ser felices.
Alguna
vez he escrito que probablemente, a esta crisis hallamos llegado entre otras
cosas por una perdida de valores y creo que si no aprovechamos esta oportunidad,
derivada de la “crisis” económica para replanteárnoslos y aprovechar para
cambiar ciertos comportamientos y actitudes, a la vuelta de la esquina
estaremos en las mismas