(Por Vicente Romero)
En la España del nacional-catolicismo de hace cuarenta años, el rezo del Ángelus interrumpía cada mediodía las emisiones radiofónicas. Una voz campanuda entonaba las preces de la doctrina estatal: ‘El ángel del Señor anunció a María, bendita tú eres entre todas las mujeres...’ Ahora, en una España laica y liberal, las viejas oraciones han sido reemplazadas por los modernos instrumentos de culto a los valores esenciales de nuestra sociedad. Y cada mediodía las emisiones radiofónicas se interrumpen para dar cuenta de las cotizaciones bursátiles. Pero mientras las bendiciones oficiales caen sobre el dinero, algunos ángeles anuncian su empeño en echar su suerte con los pobres de la Tierra.
Dice Jean Ziegler que ‘la mayoría de nosotros no se atreve a ver el mundo tal cual es. De hacerlo así, nos volveríamos locos.’ Existe sin embargo una inmensa minoría, una pequeña legión de hijos del sistema que, tras haber sido formados como cuadros para servir a las sociedades privilegiadas en el injusto reparto mundial de la riqueza donde nacieron, se obstinan en una difícil rebelión personal fruto de una tan elemental como dura reflexión crítica. Porque resulta evidente a simple vista --contemplando las imágenes habituales de los telediarios y leyendo los datos que diariamente publican los periódicos-- que la abundancia de las naciones más avanzadas se debe a las carencias de los pueblos más pobres. Aquel aforismo brechtiano según el cual ‘detrás de toda gran fortuna se esconde un gran delito’ es aplicable también --y sobre todo-- a los estados, cuyos instrumentos de dominación han dictado la Historia de los últimos siglos, determinando la actual situación de injusticia universal. El mismo Ziegler explica que ‘ningún hombre es una isla. Todo hombre se erige a través de la mirada, de la ternura de los demás. La vida no nace sino de la complementariedad, de la reciprocidad. Yo soy el otro, el otro es yo. Por cada mártir, existe un asesino. Yo no puedo ser libre ni comer en paz si, en el mismo momento, a algunos cientos de kilómetros de mí, un niño subalimentado agoniza.’
Al comenzar este milenio, En América Latina 230 millones de personas vivían sumidas en la pobreza, de las cuales unos 120 millones eran niños o adolescentes. Los más vulnerables, entre esa masa de condenados a un destino común de privaciones, eran 40 millones de criaturas menores de seis años. Las grandes cifras estadísticas resultan implacables en su fría descripción del orden --¡hay que llamarlo así!-- económico internacional. De cada 1.000 niños que nacen al Sur del Río Grande, 41 mueren sin cumplir un año. Y el 10 por 100 de la población total sudamericana tiene una esperanza máxima de vida de tan sólo 40 años. A explicarlo contribuyen datos secundarios que describen la realidad social, como que la tercera parte de los hogares carezcan de agua potable y, por tanto, sufran un alto riesgo sanitario. Pero América Latina no es el continente más infortunado. La situación de África es mucho peor.
La lectura de los balances que acompañan al listado de 175 países elaborado en 2003 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) llega a resultar obsceno: más de 1.000 millones de personas sobreviven con menos de un dólar diario, cerca de 800 millones padece hambre crónica, en 21 países se había incrementado el porcentaje de población que pasa hambre, 54 países eran más pobres que en 1990... Pero ¿es posible que se empobrezcan aún más de lo que estaban? Se trata de algo muy complicado de establecer estadísticamente. La cuantificación de la miseria llega a un punto donde las cifras se vuelven irónicas. Como cuando la FAO concluyó que, en el año 2002, mientras un 18 por 100 de la población mundial moría de hambre, otro 18 por 100 sufría de mala salud a consecuencia del sobrepeso: los números parecían jugar a la simetría entre los problemas de la escasez y los de la abundancia.
Una organización tan poco sospechosa de radicalismo político como es Cáritas --que, en definitiva, depende de la Conferencia Episcopal-- señala que ‘hoy el mundo se mueve a dos velocidades: el 20 por 100 de la población mundial camina al ritmo de la opulencia y el despilfarro; el 80 por 100 restante vive sumido en la miseria y sin recursos para salir de esta situación.’ No se llegaba a tal conclusión desde una apreciación cristiana de la injusticia, sino a partir de las estadísticas del Banco Mundial, según las cuales unos 2.800 de los 6.200 millones de habitantes con que la Tierra contaba en el segundo año del siglo XXI vivían con menos de dos dólares diarios; y otros 1.200 millones tenían que conformarse con la mitad de tan escasa renta. El informe de la organización católica resalta que ‘en los últimos cuatro años del siglo XX, las 200 personas más ricas duplicaron su riqueza. El patrimonio de los tres hombres más ricos de la Tierra es superior a lo que producen los países más pobres y sus 600 millones de habitantes. Las diez empresas más poderosas controlan cerca del 80 por 100 del mercado mundial dentro de los sectores económicos más rentables. Este mercado no se conmueve frente a la miseria y al hambre, frente a la desigualdad y al sufrimiento humano.’
Pero la pobreza, pese al amontonamiento de estudios estadísticos, resulta incomprensible en su dimensión humana porque sus consecuencias son inimaginables. Es imposible asimilar lo que éstas suponen para quienes sufren la carencia absoluta de las cosas más elementales para el desarrollo de sus vidas. Desde lejos, la pobreza más extrema se reduce al impacto emocional de unas imágenes chocantes, apresuradamente vistas en televisión, o de unas fotografías impresas en los periódicos que inducen a compasión. Desde cerca, la idea que se adquiere de la pobreza es algo muy diferente. Basta con caminar por sus rincones, entrar en alguna de sus chozas, respirar solo durante unos instantes sus ambientes, para intuir su significado. Pero, aún así, las consecuencias de la pobreza son demasiado profundas para abarcarlas mediante la razón. El esfuerzo de entender su significado produce vértigo. Y cambia necesariamente a quienes deciden visitar los escenarios trágicos de la miseria; mucho más, a los que optan por permanecer en ellos compartiendo la angustia impotente de las víctimas de la injusticia. Entonces no hay cinismo ni ceguera posibles. Ante ese dolor lento y profundo caben solo la huida o el compromiso.
Las grandes ilusiones políticas de transformar el mundo quedaron sepultadas en el enorme cementerio de sueños frustrados y revoluciones fracasadas durante el siglo XX. Nuestros nuevos jóvenes rebeldes, ya sean nietos desengañados de Carlos Marx o herederos descreídos de la tradición cristiana, carecen de otro sostén ideológico que no sea su propia ética individual, y no encuentran instrumentos políticos creíbles que ofrezcan un amparo eficaz a su necesidad de luchar por un orden más justo. De su inquietud colectiva nacieron las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), como expresiones de una sociedad civil que se esfuerza en escapar a la alienación material de la llamada sociedad del bienestar, tras haber descubierto que se trata de una inaceptable sociedad limitada. Pero no tardaron en comprobar que su actuación quedaba forzosamente reducida a aspectos puntuales de una realidad inalterable en lo fundamental. Más recientemente, los síntomas del descontento han empezado a canalizarse mediante un altermundismo en ciernes, que todavía debate cuestiones básicas de su propia identidad, así como el desarrollo de una metodología original para imaginar otro mundo diferente, formular sus coordenadas posibles y librar una nueva lucha por conquistarlo. La necesidad de hacer algo, de emprender otro tipo de actuaciones, se advierte en las mentes más lúcidas y late en los espíritus más sinceros.
Pero el primer gran desengaño ético --primero en el tiempo y también en la magnitud del fenómeno que supuso-- correspondería a quienes profesaban los ideales más antiguos y tenían la mayor experiencia de trabajo en los escenarios de la pobreza. La confrontación de los cristianos más inquietos con las opciones revolucionarias, que trataban de alterar el orden mundial establecido bajo la guerra fría, acabó produciendo un rico mestizaje de culturas éticas. La metodología marxista contribuyó a renovar la visión cristiana. Las posiciones críticas surgidas de ese cruce de ideas harían que la vieja idea de la caridad fuera desplazada por una solidaridad activa, como base inicial de un cambio profundo en los sectores eclesiásticos más avanzados. El principal fruto teórico de ese movimiento cristiano contra la injusticia fue la denominada Teología de la Liberación, cuyos planteamientos contenían un desafío frontal a las posiciones de la jerarquía conservadora de una Iglesia convertida en instrumento de poder. La expresa opción por los pobres, como definición de militancia cristiana, quebró los nervios de los sectores más intransigentes del Vaticano, que se esforzaron en obstaculizar su desarrollo y difusión. Sin embargo, más allá de esta importante corriente ideológica, en el seno de la Iglesia se dejan notar con claridad las distintas posiciones de quienes se niegan a rendir culto a un renovado becerro de oro y convergen en las últimas trincheras de la dignidad humana, librando un combate desigual --en el que la victoria no es sino una ilusión-- contra algunas de las expresiones de desigualdad radical en el reparto mundial de la riqueza. Un último combate individual, una suma de actitudes personales, un milagro sordo intentado por miles de ángeles que no anuncian bendiciones de Señor ni Amo alguno sino que denuncian sus maldiciones. Y se enfrentan a ellas con sus escasas fuerzas, desperdigados por todos los rincones del mundo, entre la más impenetrable de las oscuridades: la de la muerte --la no-vida-- que se encuentra larvada en la pobreza. Es decir, lo que sustenta nuestra riqueza, en la esencia misma del sistema.
El hambre que nos alimenta
Es imposible hacer gradaciones en la pobreza. ¿Qué diferencia a los pobres de los más pobres y de los extremadamente pobres? Ya es difícil establecer la línea donde comienza la pobreza, calcular a partir de qué carencias se es pobre y desde qué puntos mínimos se deja de serlo. Si valorar la riqueza resulta complicado, contabilizar lo que no hay, aquello de lo que no se dispone para satisfacer las necesidades más elementales del ser humano, es una tarea absurda. Los criterios reguladores de pobreza y riqueza se condicionan mutuamente. Y ambos conceptos son radicalmente diferentes en distintos rincones del planeta. Porque con el contenido del cubo de basura de una familia pobre norteamericana podría alimentarse una familia pobre boliviana o sobrevivir diez familias pobres sudanesas. Y quienes son considerados ricos en Pakistán no alcanzan el nivel de vida de la clase media en Alemania. Tal vez sólo quepa definir la pobreza como hace Jon Sobrino ‘en relación a algo sumamente negativo: la ardua dificultad de dominar la vida en lo más elemental de ella.’ Desde ese punto de vista, la frontera extrema de la pobreza estaría en la falta de agua y alimentos para subsistir, o sea en el hambre.
En ese estadio, las personas se ven condenadas a una absoluta impotencia y su inevitable pasividad se traduce en una entrega total a la no-vida, a una agonía prolongada que conduce a la extinción. Es una situación crónica, admitida como límite de lo éticamente y --sobre todo-- estéticamente tolerable por los poderosos, que administran una economía globalizada. Naciones enteras se encuentran ancladas en esa última frontera, con cientos de millones de sus habitantes en condiciones infrahumanas, manteniendo un frágil equilibrio en el filo del cuchillo que separa la supervivencia indigna y la extinción. Sólo cuando algún factor exógeno --generalmente una alteración en el clima o una guerra-- precipita la crisis, haciendo que la muerte se extienda de forma masiva y que el lento goteo de muertes se acelere hasta desbordar las cifras consideradas como aceptables, se produce el escándalo mediático internacional. Entonces reaccionan las grandes agencias humanitarias, que acuden a ofrecer una ayuda de urgencia para recuperar la precaria situación anterior, sin plantearse jamás formas de impulsar posibles soluciones definitivas para las causas de fondo del hambre.
No cabe considerar como demagogia la afirmación de que la administración del hambre ajena nos da de comer. Al menos parece indiscutible que la gestión internacional de los problemas de la alimentación mundial contribuye a incrementar la dieta excesiva de los países enriquecidos. ‘Si no se acaba con la pobreza es porque no interesa --afirma Ángel Olaran-- El hambre es un genocidio programado, tolerado. Hay que llamar a las cosas por su nombre. Y si las palabras han llegado a perder sentido, habrá que inventar un idioma nuevo.’
Padre Blanco destinado en Wukro (provincia de Tigray, norte de Etiopía), Olaran sabe lo que se dice. Lleva dos décadas librando un combate desigual contra los males derivados de la pobreza en una de las regiones más olvidadas de uno de los países más castigados de África. Sus opiniones son radicales, pero brotan con palabras sencillas desde una actitud de serenidad. Físicamente consumido por una actividad incesante, piel cansada sobre huesos, su discurso está empapado de indignación aunque evite perder tiempo en articularlo sobre planteamientos teóricos. Su teología está en la acción y se anuncia por medio de hechos, sin grandes postulados, aunque de su actuación se infieran posiciones de gran lucidez, asimilables a determinadas corrientes de pensamiento crítico en el cristianismo. Porque habla de la Iglesia como lo que no es: una voluntad de servicio a los pobres, a los desamparados, relegando las cuestiones de la liturgia --‘aunque formen parte de la cultura católica’-- a un distante segundo plano. Y explica, como Jon Sobrino, que ‘en los pobres está la verdad humana.’ Bromea asegurando que ‘cuando Dios hizo el mundo, algo le salió mal; un amigo mío dice que no puede morirse, porque Dios no está preparado para escuchar las críticas que tendría que hacerle...’ Pero opta por aplazar debates mayores, argumentando que prefiere dedicarse a trabajar en la solución práctica de algunos de los graves problemas que lo rodean.
Una mañana Ángel nos llevó a filmar el comedor infantil donde veintitantas mujeres, sentadas en el suelo con bebés famélicos en brazos, aguardaban a que alguien les llenara las escudillas con un engrudo nutritivo . Agachado entre los hambrientos, el misionero acariciaba a los críos mientras hablaba con las madres, interesándose por la evolución del frágil estado de salud de cada familia.
-- Este niño se llama Ashenafid, lo que significa ‘el que ha vencido’--explicó-- pero supongo que éste nunca llegará a vencer, porque se encuentra en situación marasmática, por debajo del 60 por 100 del peso que debería tener. Cuando los niños llegan a esta situación, ya no comen. No tienen fuerzas para reaccionar conforme a los instintos primarios.
Con los ojos muy abiertos pero sin expresión en su rostro, el pequeño rechazaba la papilla escupiendo las cucharaditas que su madre lograba meterle en la boca. El veterano Padre Blanco lo tomó en brazos y, haciendo una mueca de impotencia, reconoció que aquel reparto cotidiano de alimentos básicos ‘nunca servirá para impedir que la desnutrición afecte al desarrollo físico y mental de los niños.’ Porque el déficit de proteínas, que sufren desde antes de nacer y durante sus primeras semanas, los condena a quedar disminuidos para siempre. ‘Cuando llegan aquí ya es demasiado tarde para que puedan tener una vida normal, dentro de la miseria que los rodea.’ Una miseria que impone como obligación que los críos, antes de salir del comedor, consuman la mayor parte de las raciones distribuidas. Porque si las mujeres se las llevaran a sus casas acabarían repartiéndolas entre sus otros hijos, en detrimento de los más pequeños, dado que instintivamente siempre tratan de beneficiar a los que tienen más posibilidades de salir adelante. Y en los pocos casos donde existe un padre, éste se apoderará de ellas para venderlas o cambiarlas por leña o ropa, cuando no por tabaco o alcohol.
La misión de Saint Mary proporcionaba alimentos a centenar y medio de niños tres veces al día. Pero sólo en la pequeña ciudad de Wukro y sus alrededores había más de 4.000 en situación crítica, mientras el 80 por 100 de la población infantil sufría las consecuencias de una desnutrición severa. Sin embargo ello no significaba que se hubiera declarado la hambruna en Etiopía. Las alarmas habían sonado a tiempo, antes de que el número de muertos por inanición se disparase, y la ayuda internacional logró mitigar la catástrofe. El hambre no era más que una enfermedad crónica y las cifras de sus víctimas en la región permanecían dentro de los límites de lo admisible.
-- Es una situación que se mantiene desde hace años y años, aunque parece que el mundo no lo sepa. A Etiopía se la conoce en el mundo por la hambruna de 1985, que en el calendario local equivale a nuestro 1992. Ahora se ha vuelto a hablar de ella, por esta situación puntual de amenaza de hambre. Pero lo que existe permanentemente es una pobreza profunda, una miseria que ya está echando raíces. La situación es tan grave que esta pobre gente se alegraría de que volviera a declararse una hambruna como aquella, porque saben que atraería la atención internacional y empezarían a recibir ayuda, alimentos. Algunos escritores anónimos etíopes han llegado a bendecir la hambruna, argumentando que gracias a ella se pudo comer todos los días, porque el trigo llegaba a paladas. Pero si no hay una tragedia colectiva, el mundo se olvida de estas gentes, que siguen sin comer o malcomen. Y de ese malcomer se deriva lo que veis aquí: el hambre crónica de nuestros niños.
Cuando las mujeres se retiraban, una cría de cinco a seis años --la desnutrición hace que los niños no aparenten la edad que tienen y resulta muy difícil calcularla-- se descuidó mirando a la cámara de Jesús Mata, tropezó y dejó caer al suelo una tartera de plástico, derramando la papilla que llevaba. Alterada por la pérdida de aquel tesoro, su madre comenzó a golpearla en la cabeza. Los gritos resultaron insoportables para quienes nos sentíamos culpables de haberla distraído, así que la tomé en brazos y la conduje nuevamente hasta el comedor con intención de reponerle la ración que había tirado. Pero ya no quedaba nada de aquel humilde preparado alimenticio y solo pudimos encontrar un poco de leche en polvo para que tuviera algo que llevarle a su madre. Las cantidades distribuidas son las justas sin que jamás sobre ni se pierda un solo gramo de harina.
-- Esto clama al cielo. Pero más que al cielo, aunque también, clama a Occidente. Clama al primer mundo, a los países más ricos. Porque es incomprensible, es absurdo, es injusto y pon los apelativos más duros que quieras, que ese primer mundo esté exigiendo al mundo de aquí, al mundo pobre de Africa, que le pague las deudas de un capital que ya han sido pagadas sobradamente. Ello supone privar de comida a estas criaturas, quitarles el pan para incrementar el continuo banquete de los más ricos en Europa o Norteamérica. Es una actitud criminal. Es como un genocidio organizado a nivel internacional, que clama a la Humanidad. Y, sin embargo, el día que nos falte gente como ésta, que aún tiene capacidad de acoger, de sonreír, de perdonar y de compartir lo poco que tienen, va a faltar una referencia muy importante para la Humanidad. Porque Europa o América han dejado de ser referencias. La miseria es inhumana pero los valores morales que tiene esta gente, su dignidad humana, están redimiendo al primer mundo.
La indignación hacía que Ángel vacilara al hablar, como si no encontrase las palabras precisas para expresar sus sentimientos con la fuerza necesaria. Caminamos hacia la misión de Saint Mary cruzando junto a un enorme templo todavía en obras. Desproporcionado respecto al número de católicos de Wukro y verdadero monumento a la soberbia católica, su aspecto magnífico resultaba tan provocador como una blasfemia, cuando tantas necesidades urgentes rodeaban sus muros. ‘Qué despropósito, ¿verdad?’ comentó el padre Olaran. Muy cerca, en un patio de las dependencias eclesiásticas, un centenar de mujeres cargadas de niños muy pequeños --demasiado pequeños-- aguardaba ante la puerta cerrada de una pequeña oficina. En su interior un pagador parroquial se disponía a iniciar el reparto de ayudas económicas a las familias más necesitadas. Cada una recibiría un puñado de birs, la moneda local, en billetes muy viejos y de escaso valor al cambio en euros, pero que para ellas representaban seguridad alimentaria. Nos llamó la atención la presencia de numerosas parejas de mellizos, un fenómeno muy frecuente en la zona, como si la Naturaleza tratara de doblar su apuesta para contrarrestar la elevada mortandad infantil, haciendo que muchas madres parieran los hijos de dos en dos.
-- Todas estas mujeres viven lejos de Wukro. La distancia y la falta de medios de transporte les impide traer a sus hijos todos los días al comedor infantil, así que vienen una vez al mes y les damos algo de dinero para que puedan comprar alimentos. No mucho, entre doce y veinte euros según las circunstancias de cada una. Pero hay que considerar que, en esta región, hay familias de seis o siete miembros que sobreviven con menos de veinte euros mensuales. Las clientas fijas son unas doscientas. La mayoría ha tenido que caminar largas horas, a veces haciendo noche en el camino, para llegar aquí con algunos de sus niños a cuestas. Porque las obligamos a traer a los niños al centro de salud. Para cobrar tienen que haber pasado antes por el consultorio médico donde se vigila el peso de los críos y se les facilitan los fármacos que puedan necesitar. Así conseguimos la garantía de que, por lo menos una vez al mes, los niños reciban la atención médica indispensable. ¿Qué es lo que hacen con el dinero que les entregamos, con la comida que compran? Lo cierto es que se enfrentan a un problema tan enorme como es la supervivencia de sus hijos. Porque, además de los que traen consigo, todas tienen más criaturas, y han dejado en casa a otras cuatro o cinco. El poco dinero que les entregamos es para todos. Pero seguramente no les alcance. Y lo más probable es que lo dediquen a alimentar mejor a los mayores, que ya han tirado para arriba.
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