martes, 12 de enero de 2010
"Los ángeles anidan en los lugares más oscuros de la Tierra".
La visión de uno de los grandes reporteros españoles
Traslado la palabra, a lo largo de una serie de textos, a un reportero de TVE, realmante, sin aditamentos, curtido en las mil y una desgracias de este mundo, guerras, hambrunas, matanzas, desplazamientos forzosos................tiene reportajes junto a sus compañeños verdaderamente extremecedores y desde mi punto de vista dignos de ver.
Con todos vosotros:
Vicente Romero
Desde la guerra de Vietnam a la de Irak ha asistido a los principales acontecimientos mundiales de las últimas décadas.
Como enviado especial de TVE, sus reportajes en 'Informe Semanal' y 'En Portada' le han hecho merecedor de premios tan importantes como Ondas Internacional, Víctor de la Serna, Cirilo Rodríguez, Bravo, Club Internacional de Prensa o una Medalla Mundial del Festival de Nueva York, entre otros muchos galardones.
"Los ángeles anidan en los lugares más oscuros de la Tierra".
Aunque no crea en Dios, creo en los milagros. Porque es evidente que los milagros existen: los hacemos nosotros mismos. No son demasiado frecuentes pero resulta fácil comprobar que se producen, fruto de la tenacidad de quienes deciden aceptar algún desafío imposible. Por eso mismo, aunque tampoco crea en la bizarra Corte Celestial de que habla la Iglesia, creo en los ángeles. Pero son de carne y hueso, no espíritus puros. Carecen de alas emplumadas y de aureolas, se desplazan en vehículos todoterreno en vez de utilizar carros de fuego, y jamás comparecen para anunciar prodigios divinos sino para remediar alguna injusticia concreta. Los ángeles realmente existentes son humanos. Y no tienen nada que ver con esa fantasía elevada a cuestión de fe que describe con todo detalle sus categorías, cometidos, nombres y biografías, dejando sólo incógnitas de tanto calado popular como la determinación de su género, que no sexo. Están muy lejos de esos seres alados que aparecen en la Historia Sagrada, siempre de modo oportunista, y en ocasiones --por culpa de las prisas eternas o la farragosa pompa celestial que los envuelve-- han acabado perdiendo alguna pluma, conservada por la Iglesia como venerable reliquia durante siglos...
Sin embargo, casi ninguno de los ángeles que he conocido carece de fe. La mayoría responde a distintas religiones, frutos de culturas diferentes. Muchos creen en algo parecido a lo que es oficialmente el cristianismo. Pero todos, incluso los que son sacerdotes católicos, han acabado convirtiéndose en ángeles, como si hubieran comprendido que debían asumir el papel de unos santos que jamás respondían a sus invocaciones. Y, en vez de esperar los milagros, han decidido obrarlos ellos mismos, enfrentándose a la injusticia a base de enormes esfuerzos. Esos ángeles humanos miran de frente a donde consideran que pueden estar los ojos de su Dios, rogándole pero sin dejar el mazo, como si entre los gritos de dolor que cada día escuchan una voz les recordara el viejo refrán de 'fíate de la virgen y no corras.'
Mi incapacidad de entender a los religiosos, nieta de la obstinación cartesiana e hija de las ideas marxistas que tan tenuemente me iluminan, choca con mi admiración por quienes dedican todas sus fuerzas a luchar junto a los desvalidos, sacrificando sus propias vidas a la utopía de mejorar las de los condenados a la miseria... pero en nombre de un Dios que mi mente no puede aceptar. Dios que cada uno dice sentir e interpretar con distintos matices, pero que todos coinciden en buscar entre los más pobres y desdichados. Acaso porque proyecten en él la necesidad --que comparto-- de encontrar algo más, una mera esperanza, detrás ese monstruoso entramado de violencia e injusticia que resume los valores universalmente impuestos. Pero hay un hecho innegable: su compromiso es mayor que el de quienes expresan las mismas preocupaciones desde posiciones políticas y, sobre todo, desde desideologizados planteamientos sociales.
¿Qué instrumentos de cambio aparecen ante quienes deciden rebelarse frente a un orden radicalmente injusto, establecido como el mejor de los mundos posibles? ¿Los partidos políticos, los movimientos sociales, las entidades humanitarias, las iniciativas individuales...? Todo puede valer pero nada sirve. La izquierda clásica se ha desvanecido, reducida a un espejismo ideológico y a un testimonialismo estéril, agotadas sus ensoñaciones y ciega ante la realidad, incluso falta de vigor ético. Sus organizaciones consideran utópico pelear por cambios cuya exigencia sería tan lógica como irrenunciable, y se muestra incapaz de ofrecer otra cosa distinta al simple relevo de cuadros técnicos para controlar y reajustar los semáforos de una economía basada en la desigualdad. Partidos y sindicatos han perdido lo fundamental de sus señas de identidad y en la práctica demuestran aceptar la inevitabilidad de la injusticia en el reparto mundial de la riqueza, renunciando incluso a soñar revoluciones frente a un orden inaceptable a la luz de lo que un día ya lejano fueron los principios que animaron su propio nacimiento. Los nuevos grupos surgidos frente a la consumación de la desigualdad y su institucionalización, dentro de ese imparable proceso que se ha dado en llamar globalización, representan una alternativa todavía inarticulada y de aspecto caótico, carente de opciones concretas. Las grandes instituciones humanitarias actúan con espíritu funcionarial, planteando como metas lo que son mínimos imprescindibles. Sus hermanas menores, las ONG, que se multiplicaron durante la década de los noventa como eficaz canalización de jóvenes inquietudes, parecen condicionadas por una mercadotecnia humanitaria inmediata y su acción suele estar lastrada por limitaciones temporales. Quedan las iniciativas individuales, generalmente circunscritas a formas puntuales de solidaridad, acciones concretas o donativos.
En este panorama desesperanzador mis ángeles mantienen, sin saberlo, posturas revolucionarias. Minimalistas, reducen su actuación a su entorno, donde saben que pueden influir de modo inmediato. Su entrega absoluta, que cabría considerar como producto de actitudes desesperadas y gestos voluntaristas, es consecuencia de una absoluta coherencia personal. Aunque la mayoría de ellos se declaren movidos por alguna fe, sus análisis de las realidades concretas en que trabajan demuestran indudable lucidez intelectual. Es lo que ocurre con los misioneros, pese a que hayan hecho votos religiosos tan absurdos como la obediencia o la castidad. Hace años que empezaron a cambiar los viejos objetivos eclesiásticos de evangelizar, al mismo tiempo que pasaban a hablar de justicia en vez de caridad. Revolucionarios sin otra ideología que los tres irrenunciables presupuestos de 1789, lo son también dentro de su propia institución. Sabiamente, la Iglesia los tolera mientras se mantengan alejados y no alboroten demasiado. Por otra parte, su carácter religioso dificulta la colaboración con organismos internacionales y ONG aconfesionales. Pero suelen contar con el apoyo de Cáritas Española, que a través de ellos consigue canalizar la ayuda humanitaria con una inmejorable relación calidad/costos en las situaciones más adversas. Cáritas respalda sus actuaciones sin filtros dogmáticos, apostando en firme sobre su proverbial abnegación, con el objetivo estratégico de 'contribuir a la erradicación de las causas y efectos de la pobreza desde un enfoque de desarrollo humano y sostenible, basado en la defensa y la promoción de los derechos humanos'.
La necesidad de entender a los misioneros me ha llevado muchas veces a discutir con ellos lo que suelen calificar de teologías y realmente son sus manifiestos ideológicos. ¿Qué convierte en ángeles revolucionarios a unos curas formados para decir misa de doce, y a unas monjas que podrían estar encerradas en un convento o dedicadas al pingüe negocio de la enseñanza privada? Sencillamente, lo mismo que causa la metamorfosis de algunos médicos que renuncian a una consulta privada para ir hasta lugares remotos en auxilio de enfermos desvalidos.
El choque con una realidad opuesta a la que enmarca nuestras vidas inevitablemente nos confunde y cambia nuestra percepción de las cosas. En muchos casos produce una alteración de la conciencia y de los comportamientos básicos de las personas. Cuentan los cronistas de Indias que el descubrimiento de las enormes riquezas del Perú cambió radicalmente el modo de ser y pensar de quienes los vivieron más directamente. Aquellos hombres rudos de procedencia humilde que protagonizaron la conquista se transformaron, deslumbrados por el resplandor de los metales preciosos. Y no vacilaron en esclavizar a los indígenas para hacerlos trabajar hasta la extenuación y la muerte, en las incontables galerías que horadaron el Cerro Rico de Potosí en sus tiempos de esplendor. Los campesinos extremeños y andaluces, con hambre viejo en sus entrañas y miserias heredadas de antiguo, no volvieron a ser los mismos tras experimentar una abundancia y un despilfarro tan grandes que, según dicen las leyendas, desempedraron una larga calle de Potosí y sustituyeron sus adoquines por lingotes de plata para que sobre ellos desfilara una procesión para celebrar el nacimiento del heredero del trono español.
Mucho más aún que la riqueza, la experiencia de la pobreza extrema cambia a las personas radicalmente, alterando su naturaleza profunda. Sumirse en ella produce mayores efectos íntimos, conmoviendo la conciencia personal de cada uno, y modifica incluso el sentido de la existencia de quienes vislumbran su significado real. Asomarse a las carencias absolutas de los semejantes supone un choque brutal. Ver de cerca la miseria por primera vez produce perplejidad. Permanecer entre ella aun sin compartirla, contemplándola constantemente, obliga a reaccionar. Entonces, la necesidad desesperada de pelear contra sus efectos inmediatos se impone sobre cualquier otra consideración. Finalmente se cuestionan sus causas de modo radical. Así, los hombres llegan a convertirse en remedo de los ángeles, movidos por un incontenible impulso de entrega, por un sentimiento inaplazable de solidaridad, por una actitud irrefrenable de sacrificio. Ello también explica que sean siempre escenarios de dolor e injusticia donde anidan los ángeles. Lugares oscuros, de difícil acceso para los observadores, pero cuya negrura hace que resulte más visible su esplendor humano.
Telema, un barrio humilde de Kinshasa, es uno de esos sitios. Allí conocí a dos misioneras que se dedicaban a cuidar niños endemoniados. Mercedes Gurbindo y Angela Vicenta Gutiérrez me contaron las historias de algunas de las criaturas poseídas que tenían recogidas. Rechazadas por sus familias, no podían permanecer en sus aldeas; los vecinos les impedían jugar con otros niños 'para evitar el contagio'; y los hechiceros locales las sometían a tratamientos purificadores mediante descomunales palizas, esperando que sus cuerpecillos maltrechos expulsaran a los malos espíritus. Las monjas habían identificado perfectamente a los diablos culpables de sus desgracias, con sus nombres propios: pobreza, atraso, ignorancia, superstición... Unos demonios que condenan al 40 por 100 de los niños africanos a malvivir. Y como instrumentos de conjuro empleaban vitaminas, cariño, y paciencia mientras les enseñaban a leer y escribir.
Porque también creo en los demonios aunque no crea en Satanás, personaje que me parece de peor gusto aún que los ángeles oficiales. Está comprobado que los diablos existen: son esos que equivocadamente llamamos los nuestros. Contrafigura de ángeles terrenales, tampoco los diablos realmente existentes tienen nada que ver con los espíritus malignos que el Vaticano tiene censados para combatirlos con exorcismos: el famoso demonólogo Corrado Balducci aseguraba en 2000 que eran exactamente 1.758.640.176, ni uno más ni uno menos. Dato precioso, aunque discutible, al que se debe añadir otro aportado por la Oficina de Estadística y Sociología de la Conferencia Episcopal Española. Esta, ya con algo más de seriedad documental, ha establecido la existencia de unas 70 sectas satánicas en España, con uno total de 25.000 adeptos. Me parecen pocos seguidores, para tantos demonios. Yo tengo identificadas muchas más sociedades malignas, con sucursales y ventanillas abiertas en todos los barrios de todas las poblaciones. Sus demonios principales son hombres de bien, respetados y honrados, aunque de vez en cuando pasen por los juzgados y alguno acabe --excepcionalmente, eso sí-- tras las rejas por robo descarado. Con frecuencia sus efigies aparecen en los periódicos y se asoman a las pantallas de la televisión, cortando el bacalao sobre las mesas directivas de las principales instituciones financieras internacionales, así como sentados en los consejos de administración de la Banca y de las grandes corporaciones económicas multinacionales, desde donde establecen los lineamientos de nuestro despiadado orden mundial y gobiernan a los pobres diablos que nos gobiernan.
Los ángeles y los demonios verdaderos no son los que describe el Papa en estériles prédicas para católicos de antiguo cuño, reflejo de una improbable lucha política celestial y trasunto de la burocracia que detenta el poder en el Vaticano. Incluso tiene cierta gracia toda esa retahíla de seres espirituales, ángeles y arcángeles, agrupados en serafines, querubines, tronos, potestades, dominaciones, principados y no sé si alguna otra clase social celestial, presentados casi como ministros, portavoces o secretarios de las vírgenes y los santos con más predicamentos, o como simples escoltas, recaderos o bedeles del Cielo. Pero no. Los únicos ángeles dignos de respeto universal son otros, llenos de flaquezas humanas. A lo largo de las páginas siguientes se habla de unos cuantos. Pero muchos quedan en mi memoria, como Lourdes Lejarreta. Era una vasca impulsiva, mezcla de fuerza y dulzura, que llegó al último rincón del mundo, un poco huyendo de su propia angustia personal y un mucho para enfrentarse a la angustia de los demás. La conocí en Yiohar, un pueblo aislado en el noroeste de la Somalia en poder de los señores de la guerra. Me ayudó a curar a un mono de pocos meses que compré, herido de una pedrada, para devolverle la libertad. La recuerdo, bailando entre los aldeanos al son de los yembés, en la fiesta de inauguración del hospital de Médicos Sin Fronteras. Y todavía la veo abrazada a Mohamed, un niño de once años que, abandonado y desnutrido, apenas aparentaba seis. O la oigo reír a carcajadas de los chistes que hacía mi compañero Evaristo Canete a bordo de una avioneta, volando de Mogadiscio a Nairobi. Lourdes murió pocos meses después, víctima de un paludismo cerebral, cuando estaba al frente de un centro de salud de la ONG Iradier en una remota aldea de Guinea Ecuatorial. Como ella, mis ángeles suelen seres ignorados --aunque algunos se hayan visto convertidos en personajes por la repercusión periodística de su trabajo-- que se empeñan en que los moribundos vuelvan a caminar o en repartir panes y peces en regiones devastadas por la hambruna. Si creo firmemente en su existencia es porque he metido los dedos en sus heridas y he visto resucitar a los beneficiarios de sus milagros.
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